viernes, 22 de octubre de 2010

La ladrona real


La última vez que natasha fue invitada del conde de Finat en su mansión de Valencia tenía dieciséis años, y el motivo de la celebración fue la mayoría de edad de su primogénito.

De eso hacía cuatro años, y muchas cosas le habían pasado desde entonces – la mayoría de ellas prefería no traerlas al presente –. Pero recordaba perfectamente que por entonces la fiesta le pareció aburrida, como todos los invitados. Aunque debía admitir que aquella noche de fiesta la mansión brillaba con todo su colorido y esplendor; mármoles veteados con colores dorados y plateados, suelos decorados, estatuas de hielo mostrando a simplicidad de la belleza de una mujer, grandes arañas de cristal colgando desde el techo, y una majestuosa música que acompañaba a aquel ambiente de fiesta, mientras los invitados se paseaban con sus disfraces de seda de un lado para otro, entre los vapores del vino y el aroma de los perfumes de mujer, ocultando sus rostros tras magníficas y pintorescas máscaras venecianas.

Natacha sonrió tras la máscara dorada que portaba al pensar las posibilidades que la noche podía ofrecerla; viejas mujeres que mostraban a sus amigos las joyas que sus maridos les habían regalado desconociendo que aquel presente era fruto del remordimiento de la traición, hombres que buscaban muchachas jóvenes cuyo título o posición social les devolviese la fortuna perdida, jóvenes doncellas que buscaban lo mismo… la hipocresía de la sociedad del renacimiento se mostraba delante de sus ojos, confiada de que nada podría pasarles aquella noche estrellada que se observaba tras los grandes ventanales que daban al jardín, burlándose de aquellos que habían caído víctimas de una ladrona que según decían, dormía a sus víctimas con un sedante proveniente de la pasiflora, y que tras robarles todas sus pertenencias, les dejaba como recuerdo la pluma de un pavo real, lo que había provocado que se la conociese como la “Ladrona Real”. Nadie le había visto nunca el rostro, pero todas sus víctimas relataban que poseía unos ojos capaces de hechizar a cualquier persona.
El vizconde García se echó a reír mientras comentaba aquellos disparates a su acompañante por los jardines de la mansión, escondidos entre las grandes fuentes esculpidas de piedra y el delicado olor de las rosas.
- No me malinterpretéis querida, pero nunca entenderé cómo pudieron caer en la trampa de una mujer – dijo el vizconde -. ¿Os imagináis la cara de idiotas que tendrían al despertar y verse robado por una mujer?
- Sí, creo que puedo imaginármelo – respondió Natasha ofreciéndole una copa de vino. El vizconde le dedicó un guiño a la mujer y tomó un sorbo al vino.
- Y decidme querida ¿cómo me dijisteis que os llamáis? - preguntó.
Natasha sonrió con amabilidad, y aquella delicada sonrisa acompañada por unos enormes ojos azules, sería lo último que podría recordar el vizconde García del gran baile que se celebró aquella noche en la mansión del conde de Finat hasta su despertar horas más tarde, sin dinero, ni joyas. Solamente con una pluma de pavo real sobre su pecho y la marca de un beso de carmín en su mejilla izquierda.

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