miércoles, 22 de diciembre de 2010

Capítulo IV. Golgo no tiene escapatoria. (Ismael)

En ese momento miré hacia la bota y allí vi a Golgo, mirando con ojos de cordero degollado como si supiera que se acercaba su fatal desenlace.
Cuando vi como mi abuela metía el pie en la bota roja pensé que era el fin, cerré los ojos esperando la reacción sobresaltada de mi abuela y de repente oí:

- ¡Pero qué es esto…!- dijo mi abuela.
- Pues… mira “abu”…es que…
- ¿Has sido tú quien ha roto mi bota?
- ¿Roto?...- dije sorprendido y con voz temblorosa.
- Pues sí, ¡mira te parece bonito!, agujerearme la bota, con lo bien que me sientan…
Yo aluciné con pepinillos cuando vi que Golgo se había escapado de una muerte trágica, y la vez desagradable, ya que no tiene que ser nada agradable morir aplastado con el pié tan arrugado que tiene mi abuela.

Mientras que mi abuela se alejaba, gritando todo tipo burradas que se le pasaban por la cabeza, mi madre me reñía a base de bien, pero bueno, prefería llevarme un buen rapapolvo, a pensar que mi querido Golgo podía estar lastimado.

Cuando mi abuela salió a pasear me dediqué a buscar a mi mezcla de hámster, musaraña y conejo de indias. Y allí lo vi en uno de los rincones más sucios de la habitación, entre el armario y la pared. Cuando lo cogí estaba temblando parecía que aún estaba enfermo por las madalenas que le había dado Canijo, claro, y por el medio kilo de suela de plástico que se había zampado.
Me lo llevé a mi habitación y lo metí en un pequeño baúl que donde tenía juguetes de cuando era más pequeño.
Pasó una semana a base de verduras y agua fresquita, todas las tardes lo paseaba por el monte para que hiciera ejercicio y no se olvidara de su hogar, ya que no quería privarle de su libertad y en un futuro, cuando estuviera en plena forma, volvería a ser libre.

Esa tarde, mientras lo paseaba con Canijo y el “Mofletes”, me dijo Canijo:
- Yo también quiero cuidar a Golgo, ya que fui el que lo encontró y tengo derecho…
- ¡No!- me negué rotundamente, sabía que Canijo no era lo suficientemente responsable como para cuidarlo de buena manera.
- ¡Qué te he dicho que sí!- entonces me lo quitó de las manos y salió disparado hacia su casa, igual que un rayo.
Corrí detrás de él, pero era muy rápido, y Mofletes tampoco es que pudiera hacer gran cosa, ya estaba un poquito rellenito y llevaba unos vaqueros que le hacían rozaduras en los muslos…
Me quedé desolado y sin saber cómo reaccionar, me puse a llorar pensando en qué podía hacer.

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